Los niños cuando nacen están en estrecho contacto con sus sentidos: se deleitan con su nueva percepción de los olores, sonidos, de la luz, los colores, de las caras de los demás, de los sabores, y de su tacto. Poco a poco van percibiendo su cuerpo y aprenden que pueden tocar, alcanzar objetos, tomarlos y dejarlos caer. Mueven sus extremidades y descubren que puede tener control sobre sí mismos.
A medida que crecen y se desarrollan, sus sentidos van alcanzando nuevos niveles de percepción, al igual que ocurre con sus sentimientos, pues los expresan plenamente. Si un niño esta enojado, lo sabemos. Cuando está feliz, también lo podemos notar. Podemos percibir si está asustado, tranquilo, inquieto o con dolor. Como ha descubierto los sonidos y aprendido muchos de sus significados, puede comenzar a comunicase verbalmente con los demás a través de estos, para luego pasar a las palabras y posteriormente a las oraciones, y a medida que se va desarrollando su intelecto, este comienza a expresar curiosidad, pensamientos e ideas.
Durante este proceso sus sentidos y sensaciones corporales son cada vez más complejas. En ese momento, el bebé aún no tiene problemas con su autoestima; él simplemente es. Sin embargo, a medida que los niños van creciendo, van aprendiendo que la vida no es perfecta, que vivimos en un mundo caótico, con muchas contradicciones. Además, los padres que están criando, también luchan conta sus propias dificultades personales. Por lo tanto, muchos de los niños aprenden a lidiar y a compensar. Si bien, muchos de ellos tienen los recursos para hacerlo y son afortunados en su vivir, crecer y aprender, muchos no. (Oaklander, 1992)
Según Violet Oaklander (1992), terapeuta infantil, muchos de los niños que son singularizados como necesitados de ayuda tienen una cosa en común: algún deterioro en sus funciones de contacto. Puede ser al mirar, hablar, tocar, oír, moverse, oler o gustar. Los niños con problemas son incapaces de hacer buen uso de una o más de sus funciones de contacto para relacionarse con los adultos de su mundo, con otros niños o con su medio ambiente en general. Según la autora, la forma en que utilizamos nuestras funciones de contacto es evidencia de la relativa fortaleza o debilidad que sentimos.
Dado lo anterior y la experiencia clínica de terapeutas infantiles, no es sorprendente que casi todos los niños que llegan a terapia no tengan un autoconcepto muy positivo de sí mismos, aunque ellos hagan lo imposible para a veces ocultar este hecho. Los niños no culpan al mundo exterior por sus problemas, si no más bien imaginan que son ellos mismos los malos, que han hecho algo incorrecto, que no son lo suficientemente listos o hermosos. Sin embargo, se puede observar que, en algún nivel, aún hay una fuerte voluntad de sobrepasar aquello que los hace sufrir. (Oaklander, 1992)
Muchos de ellos pueden actuar de forma hostil, agresiva, hiperactiva, o tal vez se retraigan a su mundo, hablando lo menos posible. Quizás sean temerosos, se orinen en la cama, o tengan dolores constantes. No hay límites para los niños cuando intentan que se preocupen de sus necesidades. Siempre bajo estos intentos, hay necesidades insatisfechas que derivan en la pedida del sentido del yo. (Oaklander, 1992)
Muchas veces los niños funcionan en su vida con ideas que no les pertenecen, que no son legítimamente suyas, pues a medida que crecen van creyendo lo que oyen acerca de sí mismos, absorbiendo información errada sobre ellos. Es por lo anterior, que es importante en el trabajo con niños, poder retroceder, recuperar, renovar y reforzar algo que alguna vez tuvieron cuando bebe y que ahora parece pedido. A medida que despiertan sus sentidos, que comienzan a conocer nuevamente su cuerpo, es que pueden reconocer, aceptar y expresar sus sentimientos perdidos. (Oaklander, 1992)
Es aquí donde surge el trabajo con la fantasía, pues no solo le da acceso al niño a la diversión, sino que también da la posibilidad de descubrir cuál es su proceso. Oaklander (1992) plantea que generalmente el proceso de fantasía de un niño, es decir, la forma en que hace las cosas y se mueve en su mundo de fantasía, es el mismo que su proceso de vida. A través de ésta podemos sumergirnos en el interior del mundo del niño, podemos develar aquello que esta oculto o que evita, además de poder aproximarnos a lo que está sucediendo en la vida del niño a través de sus ojos. Por estas razones se estimula y se usa la fantasía como herramienta terapéutica. El proceso de trabajo debe ser suave y fluido, pues la mayoría de las veces para un niño va a ser más cómodo hablar de las cosas más fáciles primero y después de las más difíciles e incomodas para él.
Existen muchos tipos de material de fantasía: el juego imaginativo de los propios niños, la narración oral, escrita o con títeres. La poesía es otra forma de fantasía, además de la imaginería y el simbolismo. Existen fantasías guiadas largas y algunas otras cortas que tienen un final abierto. Otras veces se utiliza el dibujo, el trabajo con plastilinas o los movimientos corporales. Existen innumerables ejercicios que ayudan en el trabajo con la fantasía. Lo importante es que los niños puedan expresar lo que sienten. (Oaklander, 1992)